
Érase una vez, un mundo y tiempo diferentes. En una Tierra afectada por la contaminación y amenazada por el efecto invernadero, un empresario anunció que había creado un proceso industrial por el que se podía convertir el C02 de la atmósfera en un nuevo material con múltiples usos: construcción, elaboración de utensilios, decoración, mobiliario y mil ideas más. Las plantas de procesado de este nuevo material eran autorreplicantes y alimentadas con energía solar.
La gente aplaudió su genialidad. Los científicos, empresarios y economistas de todo el mundo le concedieron reconocimientos y premios. Los gobiernos propusieron invertir millones en esa nueva industria, nadie protestó, era algo para el bien de todos, iba a hacer del mundo un lugar mejor.
Cuando se comenzó a instalar las plantas de producción todos querían ser los primeros en tener algún objeto de ese nuevo material y presumir de ello. La primera pieza, un trozo de material en bruto, llegó a subastarse por cientos de miles de dólares.
El departamento de marketing había pensado nombres comerciales, a las fábricas las llamó “árbolⓇ” y al material que producían “maderaⓇ”.
Cada vez que la gente veía un árbolⓇ se maravillaban de lo que hacía. Los políticos pagaban enormes sumas de dinero por el privilegio de tener árboles en sus ciudades y poder presumir de ello. Eran el orgullo de sus ciudadanos que se afanaban en cuidarlos y se hacían fotos con ellos. El número de árboles que tenía una ciudad llegó a ser un indicador de su nivel económico y su calidad de vida.
Los había de todas formas y tamaños, con diferentes tipos de hojas y maderas. Con tantos modelos que era fácil encontrar alguno de tu gusto y que se adaptara a casi cualquier condición climática.
Pero, el ingenio humano nunca está satisfecho, en secreto los laboratorios preparaban una versión 2.0. Una idea loca para una nueva versión, además de producir madera también daba alimentos. El departamento de marketing ya tenía pensado un nombre «frutaⓇ». La gente iba a alucinar con eso.